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Una de las figuras más controvertidas y mitificadas del Japón feudal es la de las «kunoichi»: mujeres supuestamente entrenadas desde su infancia en el asesinato y el espionaje. El cine y el manga tiende a retratarlas como personajes de acción, muy similares a sus contrapartidas masculinas, los shinobi (ninjas). La realidad es que muchas de estas mujeres eran, en realidad, huérfanas, prostitutas y rateras de los bajos fondos captadas por los servicios secretos de los clanes samuráis para recabar información.
Uno de los casos más célebres recogidos en el folclore y la cultura popular remite a Mochizuki Chiyome, esposa de un vasallo de alto rango de Takeda Shingen que, al enviudar, pasó al servicio directo del «Tigre de Kai». Shingen le encomendó formar un escuadrón de mujeres espías a su servicio, y la propia Chiyome (supuestamente emparentada con los clanes shinobi de Koga) se encargó de seleccionar y adiestrar a las kunoichi al servicio del clan Takeda.
Así que se trataba, principalmente, de informadoras que recorrían el país haciéndose pasar por monjas, prostitutas o actrices de kabuki, recabando información muy valiosa en un periodo tan turbulento como el Sengoku (siglos XV y XVI). Aunque según crónicas como el Bansenshukai también recibían entrenamiento marcial, de modo que fueran capaces de convertir objetos cotidianos en armas. No es difícil imaginar, en cualquier caso, que en una época de guerras constantes los señores feudales recurrirían a cualquier recurso a su alcance para imponerse al enemigo, y esto debió incluir la utilización de mujeres espías para granjearse el favor de hombres poderosos (se dice que, incluso, llegando al matrimonio). De esta forma, las kunoichi tendrían acceso a información privilegiada, además de la posibilidad de cometer un magnicidio llegado el caso.
«Lo primero que debes saber es que soy hija de una familia de campesinos de la provincia de Iga. No recuerdo el nombre que mis padres me dieron al nacer, ni tampoco me importa, forma parte de una vida que quedó muy atrás, sepultada en el tiempo. Debía tener ocho o nueve años cuando me vendieron a los hombres de las montañas: jinetes altos y silenciosos que bajaban con la bruma hasta las aldeas. Venían buscando a niñas que aún no hubieran sangrado por primera vez, que sobresalieran por su belleza y que no tuvieran marcas ni cicatrices.»
Fragmento de El Guerrero a la Sombra del Cerezo, novela publicada por la Editorial Suma de Letras.
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